La otra transición ‘modélica’ española

La otra transición ‘modélica’ española

La-otra-transición-ElNani-lqsUrania Berlín*. LQSomos. Noviembre 2015

Mafia policial, lumpen, atracos, torturas, desapariciones, asesinatos de Estado

De la transición política española (más conocida como “transacción”, “amaño” o “fraude postfranquista”) ya se ha hablado por aquí en alguna que otra entrada. Fue un arreglo político que hicieron los viejos camaradas de Franco, travestidos en el nuevo escenario diseñado por EEUU para España, junto al reformismo felipista-carrillista, con el objetivo de que el “nuevo” régimen se hiciera sin trauma alguno para los vencedores del 18 de julio y, de paso, se diera un escarmiento a los contestatarios que exigían ruptura. Pero hubo otra “transición”, la social, que indiscutiblemente estuvo aparejada a la primera y que pasó, si cabe, un poco más desapercibida pero no por ello con iguales y violentos efectos colaterales. El caso de Santiago Corella “El Nani”, fue, sin duda el más relevante de esa otra “transición social” ya que se trató del primer desaparecido (12 de noviembre de 1983), dicen, de esto que llaman democracia, algo completamente incierto puesto que José Manuel Moreno Bergaretxe (Pertur) el dirigente de ETA-Político Militar fue secuestrado años antes (en 1976) por mercenarios terroristas de Gladio a instancias de los aparatos policiales españoles para, posteriormente, ser asesinado y hacer desaparecer su cuerpo, aunque ha persistido hasta el día de hoy el bulo oficial de que fue un “ajuste de cuentas” de la otra rama de ETA (la militar). Incluso, bastantes años más tarde (en 1997), Antonio Anglés, la marioneta-delincuente que utilizaron los asesinos de las niñas de Alcásser, se podría considerar perfectamente como otro desaparecido de la democracia. Porque Anglés no se fue a Irlanda, como dijeron en la rocambolesca y fabricada versión oficial, sino que le “pescaron” con total seguridad en territorio español (estaba en el guión de la conspiración criminal de Alcásser), le liquidaron y le enterraron (en cal viva o mediante otro método).

Si la violenta “transición” política española estuvo marcada por la represión sistematizada organizada desde el Estado para estrangular básicamente a la izquierda (comunista) utilizando a sus policías franquistas, a sus servicios de inteligencia (CESID), a sus bandas terroristas de extrema derecha y a sus conexiones con la red Gladio de la OTAN y la CIA, también se diseñó, de alguna manera, una represión organizada a nivel social, es decir, contra esas capas de la sociedad que vivían en la más pútrida marginalidad, la que representaba aquel otro paisaje español del pre y postfranquismo: quinquis, heroinómanos, reformatorios, chabolismo, descampados, edificios abandonados con decenas de jeringuillas donde recalaban los yonkis en sus rincones más oscuros y el cada vez más endémico paro juvenil. Una futura e incipiente rebelión de los marginados que había que sofocarla de alguna manera. El control social tenía que venir del control político y qué mejor instrumento de dominación que “narcotizar” a la juventud con la heroína. Se sabe que a finales de los años setenta y en la década de los ochenta hubo una introducción masiva de heroína en los barrios marginales de todo el Estado Español pero, particularmente, en Madrid y el País Vasco, los mayores focos contestatarios, conflictivos y combativos del Estado (en particular, el vasco).

Esa penetración súbita y a gran escala de la heroína se ha referido varias veces como una de las estrategias que utilizó el sistema para neutralizar no solamente la acción política (en particular, en Euskadi) sino como justificación represiva, legislativa y policial en contra de los nuevos delitos que se iban, obviamente, a generar con el tráfico de drogas a través de camellos y yonkis. La falsa polémica creada con las declaraciones de uno de los capitostes de Podemos, JC Monedero, de hace unos meses, acusando a la policía de la transición de introducir droga entre la juventud marginal de aquellos años es algo que se sabía en los ochenta y que fue admitido por otros personajes que vivieron aquella época y anteriores (por ejemplo, José Ribas, director de la revista Ajoblanco y miembros de bandas de rock como Evaristo -La Polla-).

Estas prácticas de guerra sucia contra la juventud, o diferentes colectivos marginales, por parte del Estado español, muy seguramente se importaron de su protector político norteamericano a través de las conexiones e intercambio de información con los aparatos policiales y de inteligencia de EEUU, país que ya tenía experiencia al respecto utilizando para ello a la CIA y, también, a la DEA. Michael Ruppert, ya fallecido, lo he mencionado en otra entrada, ex detective de la sección de narcóticos del Departamento de policía de Los Ángeles, acusó en su momento a la CIA (delante del jefe de esta banda en comparecencia pública registrada por tv) de introducir droga en los barrios marginales de la ciudad costera norteamericana. Y Gary Webb (quien años más tarde fue asesinado muy probablemente por la CIA), un periodista de San Diego (California) descubrió la tapadera de las conexiones entre el narcotráfico colombiano y la CIA mediante una red de tráfico de drogas cuyo destino eran los barrios marginales de Los Ángeles, (que ya denunciaba en la misma época Ruppert) y la ciudad de Compton, cercana a Los Ángeles, pobladas ambas por mayoría de población afroamericana.

La mafia de Estado que actuaba al compás de Gladio, Fuerza Nueva, las siglas del terrorismo orquestadas por el CESID (Batallón Vasco-español, GAL) y sus cuerpos policiales, en una bien organizada estrategia de tensión para reprimir violentamente a los rupturistas que estaban contra el fraude masivo del apaño “constitucional”, se extendió, también, al ámbito de lo “social”. Una red de corrupción y delincuencia organizada desde las cloacas policiales, con el necesario conocimiento de “más arriba”, se puso en marcha con un episodio tan siniestro como los que acontecían a diario en la santificada, violenta y fraudulenta “transición” española. Fue el relativo al secuestro, torturas y asesinato de Santiago Corella, conocido como el Nani, a manos de pistoleros de la Brigada de Policía Judicial de Madrid (BPJ), en el mes de noviembre de 1983.

Al Nani, que era el típico delincuente habitual de la España quincallera de finales de los años setenta, le atribuyeron falsamente el atraco a una joyería situada en la calle Tribulete y el asesinato de su dueño. Corella fue detenido y trasladado a dependencias policiales e incomunicado nada menos que con la Ley Antiterrorista de 1980, un decreto extraordinario de corte pinochetista implantado en plena “democracia” que se aplicaba a todos los detenidos por causas políticas y que no permitía la presencia de abogado, posibilitando que el acusado fuese objeto de todo tipo de torturas en las mazmorras policiales. El entonces ministro del Interior del PSOE, de pasado falangista, José Barrionuevo, una pieza de importancia en el engranaje terrorista del GAL, fue el que autorizó expresamente esa disposición anti-terrorista sobre Santiago Corella, por lo que Barrionuevo tuvo que estar, necesariamente, al día de toda la secuencia de hechos que sucedieron desde el secuestro hasta la desaparición de “El Nani”.

El ensañamiento hasta la muerte de que fue objeto “El Nani” por parte de sus captores policiales fue, probablemente, digno de entrar en los anales de la psicopatía de cualquier manual de psiquiatría o, por hacer una analogía más exacta, propio de cualquier matarife militar del Cono Sur latinoamericano. No muy diferente, por cierto, al que sufrió el preso anarquista Agustín Rueda (por sus carceleros) o el vasco José Arregui a manos del luego condecorado comisario torturador Juan Antonio Gil Rubiales.

Los asesinos principales del Nani
Los asesinos principales del Nani

El caso de “El Nani” estuvo rodeado de los mejores y más sórdidos ingredientes que no hubieran desmerecido de las prácticas habituales de la Cosa Nostra. La red mafiosa tejida por la Brigada de la Policía Judicial de Madrid alcanzaba a joyeros (Federico Venero o Mariano Loriente), este último desaparecido-asesinado, probablemente, en parecidas circunstancias que “El Nani”), delincuentes utilizados como chivos expiatorios a los que, posteriormente, asesinaban; aristócratas confidentes de los servicios de espionaje español, es decir, el CESID (Jaime Messía Figueroa), o turbios personajes como Luis Rodríguez Pueyo (implicado, posteriormente, en el caso Arny, de prostitución de menores).

Los cabecillas policiales responsables de la trama de atracos y asesinatos (pero no los únicos, puesto que hubo bastantes más que no fueron imputados ya que, probablemente, los delitos alcanzaron a toda la BPJ de Madrid, como encubridores o participantes en los crímenes, incluido el de “El Nani”) fueron el comisario Francisco Javier Fernández Álvarez, el inspector Victoriano Gutiérrez Lobo, y el también inspector Francisco Aguilar González. El modus operandi de estos criminales, con pasado activo franquista en la Brigada Político Social de la dictadura, era el siguiente: pactaban con joyeros confidentes que tenían a sueldo la ejecución de varios atracos a joyerías, contratando para ello a jóvenes delincuentes marginales. Una vez realizados los atracos, al poco tiempo se presentaba ante las joyerías un grupo de policías de la BPJ y asesinaba a los delincuentes. Una parte sustanciosa del botín iba a parar a estos policías. De este modo, también llegaban, subsecuentemente, las condecoraciones (y la correspondiente propaganda elogiosa en los medios de comunicación) para esos “brillantes” policías. El Ministerio del Interior del PSOE, encubridor y cómplice de la mafia policial, premiaba con distinciones policiales a sus funcionarios por haber hecho una “resolución” tan “limpia” de aquellos atracos. Claro que…había un matiz de importancia que todos “pasaban por alto”: esos atracos habían sido organizados por los mismos policías condecorados.

El historial criminal de los policías de la BPJ probablemente alcanzó a no menos de 15 asesinatos entre jóvenes delincuentes y joyeros. Uno de los episodios más conocidos fue el de la joyería Viuda de Tornero, en la calle Atocha de Madrid, donde el 18 de junio de 1984 dos atracadores fueron asesinados a quemarropa por la policía en el mismo momento que salían de la joyería y al tercero (Fernández Corroto) le dejaron huir para dar forma a la coartada policial, pero le asesinaron igualmente días más tarde. Uno de los policías ejecutores del crimen fue, conviene resaltarlo, José María Pérez Reverte hermano del escritor Arturo Pérez Reverte (de casta le viene al galgo). El sanguinario Reverte también asesinó a otros dos delincuentes-cabezas de turco: Antonio Vilariño, al que acribilló cuando éste viajaba en un taxi (abriendo la puerta y disparando a quemarropa) y a José Luis Fernández Corroto, el “huido” de la joyería de Atocha, a quien mató por la espalda en un descampado de Móstoles. En el juicio por el caso de la mafia policial se desbarató como un castillo de naipes la trama criminal de los policías de la BPJ ya que tanto “el fiscal y las acusaciones consideraron que los policías no intentaron detener a los asaltantes, sino que mataron a dos de ellos para apoderarse del botín y dejaron huir al tercero, al que asesinaron un mes después, para disponer de una coartada que explicara la desaparición de la mayor parte de las joyas robadas”.

La versión oficial (coordinada por Interior) de la desaparición de “El Nani” fue, como siempre, un fabulado y ridículo montaje policial sin pies ni cabeza desmontado por el juez instructor Andrés Martínez Arrieta quién sentenció que “El detenido (“El Nani”) murió en comisaría”, señalando que “Resulta extraño que un detenido, débil por las lesiones que padecía y adicto a sustancias estupefacientes, se escape de tres funcionarios de policía en un terreno completamente llano”. No obstante el 16 de abril de 1985 la sala cuarta de la Audiencia Provincial de Madrid archivó el caso y un cerco de impunidad criminal parecía que iba a sobrevolar en unos hechos tan ominosos. Sin embargo, el joyero Federico Venero, un confidente policial, ese mismo año, cantó y declaró que los agentes estaban implicados en la mayoría de los robos que se producían en la época a las joyerías y que se quedaban con gran parte de los botines que recuperaban. Le faltó declarar otro hecho sustancioso: los policías también asesinaban a los delincuentes, de los que se servían para cometer los robos.

Hubo constancia de amenazas, seguimientos, coacciones e intimidaciones para cerrar el caso de “El Nani” en falso, pero la sentencia sobre este turbio asunto, aparentemente “dura” para unos funcionarios del Estado, finalmente llegó en agosto de 1988 y se condenó a los principales cabecillas, el comisario Francisco Javier Fernández Álvarez y los inspectores Victoriano Gutiérrez Lobo y Francisco Aguilar González a penas superiores a 29 años de cárcel. Otros cuatro acusados, a pesar de ser claramente partícipes en las fechorías de sus “colegas” fueron sorprendentemente absueltos. La corrupción y mafia policial tenía que estar extendida, forzosamente, por acción u omisión, no sólo a los imputados sino a buena parte (o toda) de la Brigada de Policía Judicial ya que sus miembros tenían que tener conocimiento, e inclusive algún grado de participación, de las prácticas delictivas de los que fueron finalmente condenados. Y no digamos ya en las cloacas de la inteligencia española (el CESID, a través de uno de sus delincuentes, el ya mencionado aristócrata Messía Figueroa, como posible encubridor en la desaparición de “El Nani”, pero que nunca fue procesado) o en el Ministerio del Interior, con el mencionado ministro socialista del GAL José Barrionuevo, donde era prácticamente imposible que no estuvieran al tanto de toda la trama orquestada por unos policías que requirieron del titular de Interior una disposición tan excepcional como era la aplicación de la Ley antiterrorista a un detenido “común”. Los sentenciados no cumplieron ni la cuarta parte de la pena y su reclusión lo fue en unas condiciones de privilegio, en una cárcel adaptada para funcionarios de cuerpos policiales, en Toledo.

La lectura que podría hacerse de toda esta repugnancia criminal que asoló a este país en la transición “social” es que no hubo realmente diferencias entre éste y el otro “tránsito” violento, el político, impulsado desde las cloacas del Estado para luchar contra los que no estaban dispuestos a tragar con el sapo “constitucionalista-neofranquista” y la OTAN. Esta otra estrategia de tensión “social” se implementó, sin duda, para galvanizar un estado de “inseguridad ciudadana” donde se debía mostrar que la línea “dura” con aplicación, inclusive, de leyes antiterroristas a “violentos delincuentes marginales”, era un método de control para garantizar el continuismo de la represión franquista, con la que se conseguiría que una opinión pública atemorizada ante un peligro “social” (más el “político”), creado oportunamente, se cohesionara en torno al Estado y la democracia gladio-otánica española.

El cadáver de “El Nani”, a día de hoy, no ha aparecido ni aparecerá (al igual que el del joyero Loriente), olvidado en la ignominia, porque su muerte fue el resultado de un crimen de Estado. Ni su memoria la va a reivindicar nadie, ni siquiera sus hijos que han pasado página hace tiempo. El botín millonario robado por la mafia policial de la BPJ tampoco ha aparecido, ni lo hará. Probablemente descanse en unas cuentas suizas donde los que ya están en libertad (y los que nunca fueron enjaulados) anden disfrutando o tal vez, quién sabe, si fueron a parar a las cloacas de todos conocidas, para financiar la guerra sucia de Gladio-GAL. La impunidad ha existido siempre para los verdugos de asesinados como “El Nani” y de ese otro manipulado “lumpen” que hizo de marioneta para unos criminales con placa y pistola.

Laotra-transición-caso-almeria-LQSLa impunidad judicial y el olvido para los crímenes de Estado ha sido una constante en la democracia española. Bien lo saben los familiares de la masacre perpetrada en Almería, en 1981, contra tres jóvenes santanderinos sin ningún vínculo con ETA, donde al menos 8 guardias civiles que participaron en las torturas, asesinato y despedazamiento de los cuerpos de los tres jóvenes fueron premiados con la absolución y a los imputados y finalmente condenados, después de cumplir unas penas irrisorias en un hotel para militares, se les entregaron sumas millonarias de los delictivos fondos reservados. El hedor, inmoralidad y podredumbre de Estado en el Caso Almería tuvo que llegar, sin ningún género de dudas, hasta el siniestro Ministerio del Interior de la democracia homicida “suarista” (la del bendecido ex falangista Adolfo Suárez), co-responsable del crimen de Almería. ¿Por qué la Guardia Civil mantuvo detenidos a los tres jóvenes sabiendo, a instancias de la policía, que no pertenecían a ningún comando de ETA? ¿Quién dio la orden de que fueran interrogados hasta la muerte en Almería sin llevarles a Madrid, como era habitual en supuestos miembros de ETA? ¿Fueron, acaso, los tres jóvenes asesinados en Almería utilizados como chivos expiatorios? El olvido deliberado para estas víctimas del terror de Estado ha sido promovido por jueces, también por periodistas, asociaciones mimadas por el Estado, como la AVT y, cómo no, por una clase política que siempre ha glosado las bondades de un Estado de “Derecho” teñido de sangre.

La mafia policial de aquellos años no fue un hecho puntual en el tiempo. Se larvó desde el Estado al mismo tiempo que la mafia política actuaba cruentamente con sus otros torturadores (los Roberto Conesa, Juan Antonio González Pacheco, alias “Billy el Niño”, Martínez Torres, etc.) en contra de otro sector de la ciudadanía, el más comprometido políticamente que luchaba por deshacer el fraude post-franquista. Las encerronas al disidente o al chivo expiatorio, los asesinatos de Estado, las pruebas incriminatorias falsas o la compra de testigos forman parte del espectro delictivo de los aparatos del Estado (policiales y de inteligencia) de prácticamente todos los países, incluidos los llamados “democráticos”. Pero, en la España del postfranquismo, se vivió con especial virulencia e intensidad durante la década posterior a la muerte del dictador, en fiel alianza con la red terrorista Gladio de la OTAN y EEUU. Y tampoco es que haya mermado especialmente esa actividad a día de hoy…

* Urania en Berlín

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