Nuevas guerras, más pobreza, menos derechos

Nuevas guerras, más pobreza, menos derechos
El fracaso de la convocatoria del 25 de abril, invitando a rodear el Congreso de los Diputados, sólo pone de manifiesto que la resistencia contra el actual régimen político –me resisto a escribir democracia- no puede organizarse de forma caótica y difusa, ocultando la identidad de los convocantes y sin definir su ideología. La sociedad debe ser horizontal y solidaria, pero el activismo político necesita líderes, intelectuales y una militancia disciplinada y comprometida. El gobierno de Rajoy ha admitido que finalizará la legislatura sin crear empleo, pero se justifica alegando que “podríamos estar peor”. Aparentemente, no habrá rescate ni quiebra financiera. Esta victoria pírrica no ha impedido que las cifras de pobreza y desempleo se disparen hasta niveles casi incompatibles con el funcionamiento normal de las instituciones, incluido el sistema de Seguridad Social. El número de parados y pensionistas (15 millones) se acerca peligrosamente al número de trabajadores en activo (algo menos de 17 millones), lo cual insinúa que en un futuro cercano se planteará la necesidad de recortar nuevamente las pensiones y las prestaciones de desempleo. Ahora más que nunca se necesita la construcción de una mayoría social y democrática, capaz de defender los derechos de todos y garantizar la voluntad popular. “Los derechos –escribió el anarcosindicalista alemán Rudolf Rocker- no se originan en los parlamentos; más bien les son impuestos a éstos desde fuera”. La frase no debe interpretarse como una invitación a asaltar las cámaras legislativas, sino como la constatación de que los parlamentos no son democráticos hasta que se hacen permeables a la presión popular.
 
De nuevo el colonialismo y la lucha de clases
 
Aunque ha bajado la prima de riesgo, España no puede presumir de haber eludido la posibilidad de una intervención que acentuaría las políticas de austeridad, situándonos en la misma situación que Irlanda, Portugal o incluso Grecia. Mientras la UE fracasa estrepitosamente como proyecto político, Estados Unidos se prepara para realizar “una injerencia humanitaria” en Siria, completando su plan de desestabilizar todo Oriente Medio para controlar sus reservas de gas y petróleo. La presunción de que el gobierno de Bashar Al-Assad ha utilizado armas químicas redunda en el fraude de las supuestas “armas de destrucción masiva” de Irak. Se repite la misma estrategia para orquestar una ocupación militar, después de instigar una guerra civil desde el exterior, sin lograr el propósito de sumir a Siria en el caos, imitando el ejemplo libio. De nuevo se manipula a la opinión pública con las violaciones de los derechos humanos. Ni Saddam Hussein ni Bashar Al-Assad pasarán a la historia por su humanitarismo, pero el mismo reproche se le podría hacer a Israel o Arabia Saudí y ambos mantienen excelentes relaciones con Estados Unidos, sin mencionar los golpes de estado promovidos por Washington décadas atrás. Hace unos meses, Obama visitó Chile y no dedicó ni una palabra a las víctimas de Pinochet, pese a la responsabilidad moral y material de su país en los casos de torturas y asesinatos extrajudiciales. En el caso de Siria, está en juego el control de una zona con enormes riquezas naturales y la ventaja estratégica que representaría controlar Damasco de cara a la posible guerra contra Irán, una República islámica que se ha negado a someterse a los intereses norteamericanos. El “fin de la historia” o “nuevo orden mundial” que se anunció después de la caída del Muro de Berlín y la victoria de Estados Unidos en la Primera Guerra del Golfo sólo es la versión actualizada del antiguo colonialismo y una agresiva renovación de la lucha de clases, donde los trabajadores pierden un asalto tras otro.
 
El horizonte sólo anuncia nuevas guerras, más pobreza y menos derechos. La perspectiva de las urnas ya no contiene la posibilidad de un cambio real. La alternancia entre socialdemocracia y neoliberalismo se ha convertido en un mecanismo que legitima automáticamente un sistema concebido para preservar los intereses de una oligarquía invisible, pero cada vez más poderosa e influyente. Los grandes partidos políticos, que sólo discrepan en cuestiones como el aborto y el matrimonio homosexual, aplican indistintamente las fórmulas (¿no sería más correcto decir órdenes?) del FMI, el BCE y la Comisión Europea, la famosa Troika, un triunvirato que no constituye un poder independiente, continental, frente a Estados Unidos, sino que actúa bajo su dictado. Al igual que en la “guerra fría”, dos bloques se disputan el control del mundo: el Bloque Atlántico, liderado por Washington, y el Bloque del BRIC (Brasil, Rusia, India y China). Aunque con menos recursos militares, los países emergentes del BRIC luchan por expandir sus empresas y mejorar su competitividad en una economía globalizada. Las víctimas de esta confrontación son los ciudadanos, especialmente los sectores más vulnerables: trabajadores, parados, pensionistas, mujeres, inmigrantes, niños, ancianos y discapacitados.
 
Los pactos de la moncloa y el ocaso de la CNT 
 
¿Por qué la sociedad parece tan resignada e impotente, pese a las protestas que de vez en cuando inundan las calles? En el caso de España, hay que atribuir esta actitud a la desmovilización impulsada por el PSOE y el PCE. Ambas formaciones pactaron con las elites del franquismo para “normalizar” la situación política mediante acuerdos claramente favorables a los intereses de la banca y las grandes empresas. Los pactos de la Moncloa y la Constitución de 1978 liquidaban formalmente el franquismo, pero al crearse la figura de los “comités de empresa” se desmantelaba el modelo asambleario de la lucha sindical. Los trabajadores votarían cada cuatro años y se limitarían a escoger unos representantes que negociarían directamente con su empresa. Se disgregaba y atomizaba de este modo el movimiento sindical, pues las reivindicaciones ya no serían globales y unitarias, sino meramente sectoriales. Aunque UGT y un sector de Comisiones Obreras se opusieron al pacto, al final transigieron y firmaron el acuerdo. Sólo la CNT se negó a suscribirlo desde el principio. En octubre de 1977, convocó una manifestación con las secciones catalanas de UGT y Comisiones Obreras, reuniendo a 400.000 trabajadores en las calles de Barcelona, que expresaron su descontento.
 
El 15 de enero de 1978, CNT realizó una segunda convocatoria en solitario y consiguió una afluencia de 10.000 personas. Al pasar por la sala de fiestas Scala, un artefacto explosivo incendió el local, causando la muerte de cuatro trabajadores. Paradójicamente, tres de las víctimas eran afiliados de la CNT. Se acusó del atentado a tres anarquistas de la FAI y la CNT, condenándoles a penas que oscilaban entre los diecisiete y los dos años. Los medios de comunicación lanzaron una campaña de desprestigio contra el anarcosindicalismo, logrando que los trabajadores se distanciaran de la CNT. Desde entonces, es un sindicato marginal y escasamente influyente, pese a que en 1983 se realizó un segundo juicio y se demostró que el autor del atentado había sido Joaquín Gambín, alias el Rubio, el Grillo o el Legionario, un confidente de la policía que se infiltró en la manifestación, siguiendo instrucciones de las Fuerzas de Seguridad del Estado. Todo apunta que Rodolfo Martín Villa, Ministro de la Gobernación, planeó el atentado, con la ayuda de la patronal catalana. No hay que olvidar que en esa época la CNT contaba con un 60% de afiliados en algunas empresas de Catalunya y existía el temor de que su influencia se extendiera por el resto del Estado español.
 
Catorce años de felipismo
 
Los pactos de la Moncloa, la Constitución de 1978 y la victoria del PSOE en 1982 desarmaron a una sociedad que había protagonizado infinidad de huelgas y manifestaciones, exigiendo libertades democráticas, derechos laborales y la amnistía para los presos políticos. En los barrios de la periferia de Madrid, se habían creado plataformas y asociaciones que promovían la cultura y el activismo, logrando reunir a miles de ciudadanos, comprometidos, solidarios y reivindicativos. El asesinato de los abogados de Atocha (en realidad, tres abogados, un estudiante y un administrativo) el 24 de enero de 1977 movilizó a los militantes del PCE y de los partidos y sindicatos afines. Durante el multitudinario funeral, las bases del PCE demostraron su sentido de la responsabilidad y su firme propósito de no renunciar a sus metas políticas, evitando las provocaciones de la ultraderecha. Sin embargo, cinco años más tarde el PSOE capitalizó los votos de una izquierda que optó por el pragmatismo y el posibilismo. Nadie imaginaba que el gobierno de Felipe González aplicaría un durísimo ajuste económico, que incluiría una feroz reconversión industrial, la creación de los contratos basura, el recorte de las prestaciones de desempleo, la legalización de las empresas de trabajo temporal y el fin de las subvenciones de ciertos medicamentos prescritos por la Seguridad Social (el famoso “medicamentazo”). Incumpliendo sus promesas electorales, Felipe González consiguió la plena integración de España en la OTAN y envió tropas a la Primera Guerra del Golfo en 1991, prestando bases y aeropuertos para los bombardeos de Irak, donde murieron al menos 5.000 civiles y unos 30.000 combatientes iraquíes, casi siempre aniquilados por la maquinaria bélica norteamericana sin ofrecerles la oportunidad de rendirse. Los escándalos de corrupción, el encarcelamiento de los insumisos al Servicio Militar y a la Prestación Social Sustitutoria (casi siempre en régimen FIES, creado en 1989 por Antoni Asunción, Ministro de Interior), la dispersión penitenciaria y el terrorismo de Estado completan un cuadro desolador que malogró los sueños de un socialismo real y revolucionario.
 
No está de más recordar los casos de Lasa y Zabala, ambos de dieciocho años, secuestrados en Francia, torturados en el cuartel de la Guardia Civil de Intxaurrondo y asesinados a sangre fría por los agentes Enrique Dorado y Felipe Bayo, cumpliendo órdenes directas del general Galindo y el socialista Julen Elgorriaga, Gobernador Civil de Guipúzcoa. También hay que incluir en el catálogo de infamias del gobierno de Felipe González la muerte de José Manuel Sevillano Martín, militante del GRAPO que mantuvo una huelga de hambre de 175 días, pidiendo el fin de la dispersión penitenciaria. Enrique Múgica, Ministro de Justicia, declaró que “la huelga de hambre era ficticia” y que se mantendría la dispersión “por justa y necesaria”. Cuando falleció Sevillano, extenuado tras dos infartos y horribles sufrimientos físicos y psíquicos, se prohibió a su mujer y a su hija Aida que se despidieran de sus restos mortales. Nos escandalizamos con la frialdad de Margaret Thatcher en el caso de Bobby Sands, pero casi nadie recuerda la muerte de José Manuel Sevillano.
 
La crisis de 2008 y el regreso de la política
 
A mediados de los ochenta, la generación que había luchado contra el franquismo se mostraba desengañada, escéptica y desmoralizada y una nueva generación de jóvenes se apuntó a la movida, seducida por su espíritu frívolo y provocador. La victoria del PP consolidó el modelo social gestado durante los catorce años de gobierno del PSOE. Casi todo el mundo se olvidó de las revoluciones y las utopías, identificándose con un nuevo estilo de vida basado en el consumo, el individualismo y el enriquecimiento rápido. El activismo político se convirtió en una reliquia o en una insólita rareza. La crisis de 2008 restableció la inquietud política y social, pero sin una orientación clara. El 15-M surgió como un síntoma de malestar colectivo, pero no ha sido capaz de crear una cultura política y un activismo con perspectivas de futuro. Tal vez su mejor fruto es la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), que ha paralizado 162 desahucios y ha incomodado a la clase política con su campaña de escraches. La impotencia y la justificadísima indignación provocada por la pobreza, el desempleo, los desahucios y la socialización de la deuda de la banca han rescatado la idea de la revolución, pero al margen de fintas retóricas, con tintes épicos, nada indica que el asalto a los cielos pueda realizarse en una fecha cercana. Las nuevas leyes represivas, encuadradas en la “lucha global contra el terror”, y unos medios de comunicación controlados por las grandes corporaciones financieras, han levantado una empalizada aparentemente indestructible, donde mueren a diario casi todas las esperanzas de cambio. Lanzar un cóctel Molotov contra el Parlamento o los antidisturbios es un gesto simbólico que sólo sirve para abonar la campaña de demonización de los “radicales” y los “antisistema”. Creo que deberíamos recuperar las lecciones de la resistencia antifranquista de los años 70, cuando se crearon plataformas y asambleas que realizaban un trabajo serio y concienzudo de oposición y resistencia. Esa iniciativa sólo puede prosperar asociada a una filosofía política y, salvo que alguien demuestre lo contrario, el adversario tradicional del capitalismo es el socialismo, pero no el socialismo de un Comité Central con poderes absolutos, sino un socialismo asambleario basado en consejos (o soviets) de trabajadores. Rudolf Rocker no se equivocaba al afirmar: “la dictadura del proletariado abrió paso no a una sociedad socialista, sino al tipo más primitivo de socialismo de estado burocrático y a una regresión al absolutismo político, abolido desde hace mucho tiempo en muchos países por las revoluciones burguesas”.
 
Marx murió en 1883. Su filosofía no ha caducado, pero necesita ser adaptada a las circunstancias geopolíticas del siglo XXI. El problema es que la figura del intelectual comprometido ha desaparecido. Salvo Chomsky, ya no hay grandes pensadores como Sartre, Marcuse o Ernst Bloch. La filosofía actual elude la política y se dedica a poetizar sobre el ser, especular sobre el lenguaje o interpretar los textos clásicos, menospreciando la actualidad. Los intelectuales son necesarios. Sin ellos, no se producirá ese cambio de modelo cultural que es imprescindible para acabar con las injusticias y las desigualdades. Es imposible transitar hacia una sociedad equitativa y solidaria si desconocemos las raíces de los problemas. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos se ha gastado más de mil billones de dólares en su industria militar. La guerra es el motor de la economía. Crea empleo y riqueza, especialmente para una minoría. Se suele olvidar que las guerras no acontecen tan sólo en el campo de batalla. Se lucha por los recursos y por los mercados, empleando indistintamente misiles y operaciones financieras que aumentan la riqueza de unos países a costa de otros. En 1969, Chomsky ya advertía que “si el sistema industrial y comercial no se colocan bajo alguna clase de control democrático popular, la democracia política será una burla y el poder estatal continuará sirviendo para fines inhumanos”. Es evidente que su pronóstico se ha cumplido.
 
Martin Luther King y la lucha contra la pobreza
 
Nada cambiará sin intelectuales como Marx y líderes como Martin Luther King, que transformó su lucha contra la segregación racial en lucha contra la pobreza, apuntando la necesidad de “un socialismo democrático”. Luther King denunció los crímenes de guerra y los crímenes contra la humanidad cometidos por Estados Unidos en Vietnam, afirmando que su país se había colocado en “el lado malo de la historia”. Elogió la reforma agraria de Vietnam del Norte, deploró que el napalm y las bombas norteamericanas hubieran acabado con la vida de un millón de vietnamitas, “especialmente niños”, criticó el apoyo a los terratenientes de América Latina y abogó a favor de los movimientos revolucionarios del Tercer Mundo, si bien apuntó que la rebeldía del Che era “una aventura romántica”, con escasas posibilidades de éxito, particularmente a largo plazo.
 
A finales de 1967, planteó una nueva marcha sobre Washington, pero esta vez compuesta por “un ejército multirracial de pobres” que emplearían las tácticas de la desobediencia civil no violenta hasta que el Congreso firmara una “Declaración de los Derechos Humanos del Pobre”. La revista Time y The Washington Post le acusaron de hacer demagogia y el Reader’s Digest habló de “incitación a la insurrección”. El 4 de abril de 1968 un francotirador puso fin a su vida en un hotel de Memphis (Tennessee). Se acusó del crimen a James Earl Ray, un delincuente común de poca monta, pero las investigaciones posteriores apuntan hacia una conspiración del gobierno. Antes de morir, Luther King afirmó: “Estoy convencido de que si queremos ubicarnos en el lado correcto de la revolución mundial, tenemos que emprender, como nación, una revolución radical de valores que pronto nos llevará a cuestionar la justicia y el equilibrio de muchas de nuestras políticas del pasado y del presente. Una verdadera revolución de valores nos llevará a mirar con preocupación el enorme contraste entre la pobreza y la riqueza. Nos enfrentamos a una cuestión prioritaria y cuya resolución no deberíamos demorar. Hoy todavía nos queda una opción: la co-existencia no-violenta o la violenta aniquilación de todos”.
 
El triunfo del neoliberalismo
 
En 2013, hay que apostar por cambios reales, radicales y no dejarse engañar por falsas revoluciones como la islandesa, donde los socialdemócratas han aplicado a rajatabla el plan de ajuste del FMI y han congelado el proyecto de una nueva constitución redactada por 25 ciudadanos. El nuevo texto constitucional planteaba medidas para garantizar la soberanía popular, la división de poderes, la propiedad de los recursos naturales y la reforma del sistema electoral, pero no ha pasado de la condición de mero proyecto sin poder vinculante. Aunque se han reducido ligeramente el paro y la inflación, las familias islandesas siguen endeudas hasta las cejas por los préstamos hipotecarios y apenas se han realizado avances en sanidad, educación, derechos laborales, transparencia bancaria y cuotas pesqueras (esenciales para la economía de la isla). Si las encuestas no mienten, las elecciones legislativas le devolverán hoy el poder al Partido de la Independencia y el Partido del Progreso. Es decir, el centroderecha que causó el colapso de 2008 gobernará de nuevo. La Revolución Islandesa sólo ha sido un fantasma alumbrado por una lectura sesgada e incompleta de los acontecimientos. Si los ciudadanos no nos movilizamos y participamos en la creación de nuevas plataformas políticas, las nuevas generaciones vivirán bajo el modelo de la Europa Neoliberal, una triste copia de la sociedad norteamericana, donde la pobreza y la desigualdad son realidades cotidianas que afectan a grandes sectores de la población. Según el NYC Center for Economic Opportunity, una institución creada en 2006 por Michael R. Bloomberg, alcalde de Nueva York, casi la mitad (46%) de los ciudadanos de la Gran Manzana ya roza el umbral la pobreza. Me temo que eso es lo que nos espera o, mejor dicho, lo que ya estamos viviendo, pero con la sensación de ser un fenómeno pasajero y sin apreciar que nos enfrentamos a un fenómeno estructural y crónico. La resignación nunca es una alternativa. El amor siempre genera esperanza. Y esa es la fuerza de las revoluciones, su capacidad de amar y encender la llama de la utopía. Luchar por un mundo mejor no es una ingenuidad. Creer en un mañana ético es lo que nos salva y nos dignifica, lo que nos humaniza y nos acerca al otro, lo que nos permite realizarnos a la vez como individuos y como comunidad, como sujetos y como pueblo. Hay que asaltar los cielos, sí, pero necesitamos escaleras, grúas y andamios. Si no construimos algo firme y sólido, nuestros sueños acabarán en el patio trasero de la historia, convertidos en cachivaches inservibles.
 
 

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