Una visita al cementerio

Una visita al cementerio

relato79Daniel de Cullá. LQSomos. Noviembre 2014

Hemos hecho una visita al Cementerio, lugar destinado para enterrar los cadáveres, que no se nos olvide, pues los embusteros, hipócritas y cínicos cristianos lo llaman Camposanto, olvidando, por su interés, que su Jesús dijo: “Deja que los muertos entierren a sus muertos” (Lucas 9:6).

A la puerta del Cementerio, antes de entrar, hemos visto a un grupo de gente comiendo cencerrones, racimos pequeños de uvas que suelen quedar después de la vendimia.

Mi amigo es de Lucena, en Córdoba. Yo soy de Albillos, en Burgos. La familia de mi amigo vino a Burgos para trabajar su padre en Campofrío, Grupo de alimentación. Ideal para mi amigo, según me dijo, pues aquí, en su cementerio, encontraría los muertos más frescos y, en sus gélidas noches, el ir y venir de los muertos y sus almas en pena sería algo surrealista y fantástico.

Me ha animado a ir con él porque hace un poco de tiempo enterró a su padre. “Que no sé por qué voy, pues mi padre fue un cabrón, un hijo de la gran puta, un cenaoscuras que huía del trato de los demás y que por miseria se privaba de comodidades”, me dice.

-¿Entonces, por qué vienes?, le pregunto yo. ¿Por qué entierras?

Me responde:

-Porque me quiero cagar en su puta madre y decirle que ahí está muy bien, muy rico. Y porque quiero contarte de mis averiguaciones de cuando joven venía al cementerio con un amigo en las cerradas y frías noches de Burgos, como ahora, cuando una capa de cieno cubre a los muertos, con una luna llena asustadiza sobre las jaras de las nubes, con excelencia elevada al cielo, a escuchar y sentir el palpitar de los muertos.

Me quedo con los oídos bien abiertos y la boca embobada, pasmada.

El sigue:

-Con un radio cassette, una cinta virgen y un micrófono, otro amigo y yo saltábamos la tapia del cementerio. Calla y sigue, sonriendo:

-¿Sabes? Los muertos comen encebollados, ciertos manjares en que entran en gran cantidad las cebollas. De entre los muertos que vimos, se distinguían los que tenían encefalitis, inflamación del encéfalo, ese gran centro nervioso contenido en el cráneo y que comprende el cerebro, el cerebelo y la médula oblonga. También se distinguen los del tiro en la nuca.

Hace una pausa, y sigue:

-Las mujeres suelen llevar una encella, molde para hacer quesos y requesones. No sé el porqué.
-Luego me cuentas, le corto yo. Háblame más de tu padre.

– Bien. Mi padre, el muy cabrón, decía siempre que quería ser enterrado en un cenador, caseta hecha de cañas o listones de madera entrecruzados que se cubren de follaje y enredaderas y sirve de adorno y lugar de recreo en los jardines. Que él ya había pedido permiso al Ayuntamiento para construirlo. Pero, fíjate cómo le hemos enterrado, como se merece, a estilo pobre.

-Oye, le pregunto yo, ¿Tú cómo llamas al Cementerio? Pues ya sabes que en algunas regiones le nombran como “Cortijo los Callaos”, “”Campo de nabos”, “la Gusanera”, “Bollu preñáu”, etc.

-Para mí es Cementerio, lugar para enterrar cadáveres, y nada más.

Hizo una pausa y siguió:

-Volvamos a mis pesquisas sobre la vida y acontecer de los muertos, dijo mi amigo. ¿Vale?

-Vale, le respondí.

-Aquí, en el Cementerio, hay bodas de viudos y personas de edad, siguió. Son una cencerrada que va al cielo. Lo tengo grabado en la cinta. En la de jóvenes y mayores hacen sonar cencerros con insistencia y tocando mal. Los muertos, en sus noches del sentido, hacen ruidos desapacibles en las aldabas, cerrojos, puertas, coches y otros artefactos, cuando salen de sus tumbas y se pasean por sus calles y caminos que bordean el cementerio.
¿Sabes? Antes de entrar en el cementerio y saltar la tapia, le miramos y le vemos como el Cenis, monte entre Saboya y el Piamonte. Mira esa tumba: ahí descansa un prior del Monasterio de San Pedro de Cardeña. Allí, un monje, anacoreta de la Cartuja de Miraflores. Aquí una Puta y, junto a ella, ya ves, mi padre. A lo lejos, cenatofios, monumentos sepulcrales de gente bien y bandoleros. Entre los muertos, como en la vida misma, unos venden y otros compran el derecho de pasear una calle u otra.

-A mí , le contesto, el Cementerio me parece una embarcación moruna de tres palos. Además, me encantó, cuando visité Marruecos, ver a la mujeres ir a la tierra de sus muertos a despiojar, quitar los piojos de las cabezas de las niñas y niños y enterrarlos en el mismo suelo. Hago una pausa y sigo:.¿Y los que han sido incinerados, qué?, le pregunto.

Responde:

-Los que son incinerados son espíritus que revolotean como luciérnagas del diablo, y son los que más murmuran y critican como los miembros de la Real Academia de la Lengua encargados de hacer cumplir los estatutos y acuerdos de la corporación, que, además, forman el censo de la ciudad callada y velan por las buenas costumbres, pues hemos descubierto, igual que los investigadores y estudiosos de la vida de los muertos, y enterradores, que, entre los muertos, hay mucha lascivia, que todos ellos suelen dirigir sus ojos con la membrana interior de sus ojos vacíos, siempre al despertar de sus noches, y por entre las rendijas del sepulcro, a la constelación llamada Centauro.

Hace una pausa, y sigue:

-Se ven chispas centelleantes que se desprenden de las lápidas heridas o golpeadas con el fémur al salir de sus tumbas los muertos, a quienes sólo se les distinguirá por el ángulo entrante que forma el nacimiento del pelo a los lados de la no frente. Las lápidas se quedan enclavijadas unas en otras con entrantes y salientes. También, brillan reliquias de algún afecto vivo que salen del ano. Se ven restos de copelas, crisoles de cenizas larvadas y huesos calcinados en litargirio, óxido de plomo amarillo.

Me enseñó unos ceniceros donde los muertos echan sus cenizas, reliquias de sus cadáveres

-También, prosiguió, ¿sabes?, se castigan los desórdenes en banquetes mortuorios, como se hace en el día a día de la Vida por las fuerzas represivas al mando de muertos vivientes. Las murmuraciones son una nota que se da, también y sobre todo entre los eclesiásticos y los políticos. Es idóneo escuchar sus campanillas de hierro o cobre que lloran o ríen las ánimas a cencerros tapados, oculta y secretamente. A los esqueletos viejos o achacosos y torpes de movimiento se les encierra en celdillas como las que hay en los monasterios para vivienda de cada religioso o religiosa, y se comen los mocos los unos a los otros, como cuentan que vieron hacer unos enterradores de Calahorra a Emeterio y Celedonio junto con otros hermanos de martirio y con todos sus semejantes entre sí cual hormigueros, colmenas y otros cuerpos naturales de la Muerte.

– Qué de lazadillas formas con la hebra por sí sola al tiempo de la muerte, majo, le dije. Me dejas, patitieso, atónito, asombrado.

-Y hay más, siguió él. A los ricachones y banqueros muertos se les nota irritados, exasperado el ánimo, haciendo que las llagas de su rencor, por haberles dado la Parca el beso que cortó el hilo de su vida, críen cuero. Ellos y todos los muertos salen de sus tumbas a doble tiempo, como hacen los mineros y fundidores con objeto de cambiar cada semana las horas de trabajo de las cuadrillas. Todos, en conjunto de verdades o principios fundamentales de los conocimientos humanos del Ser y Conocer, todos, antes de volver a su lecho de muerte, besan el endocardio, membrana que tapiza o tapizaba el interior del corazón. Todos evacuan el vientre en sus tumbas, empapándose, aquerenciándose a las tablas, aconchándose con ellas como hace el toro en el redondel. Yo vi un cadáver meditando, haciendo soliloquios, que presumía de filósofo, sin la inteligencia ni conocimientos necesarios para serlo verdaderamente, que llevaba el tatuaje del emblema de la Filosofía en su muslo derecho.

-Vale, vale, macho, le digo, saliendo de la puerta grande del cementerio. Entonces, para ti, los muertos sobreviven a ver la muerte de otros, ¿no?, le pregunto.
-Sí, responde. Y sigue: aquí, por la puerta grande, pasan en cajas, en cueros y cagando embalsamados, el rey, el príncipe, el prelado y otros personajes ilustres, como cualquier hijo de vecino. Otros, en tarros o arrojados al espectáculo de la oración del viento, quemados antes de bajar a las calderas de Pedro Botero.

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Mónica Oporto

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