El Arte de la tortura

El Arte de la tortura

mal69Patxi Ibarrondo*. LQSomos. Julio 2016

Unas filigranas humanas de llamativos colores, seres andróginos y ceñidos de seda y dorados abalorios, avanzan al paso en un redondel de galleta. Al son de una fanfarria de pasodoble, las figuras caminan erguidos, seguidos de sus cuadrillas, aderezadas con plata subalterna: banderilleros, mozos de estoque. Y los monosabios. Siempre me ha gustado esta palabra y su semántico significado. Los monosabios son los encargados de echar paladas de arena para cubrir la sangre de la lidia. Y azuzar con una vara reglamentaria a los aterrorizados caballos ciegos de los picadores.

Los tres cuerpos jóvenes caminan sobre las puntas de los pies, enfundados en unas zapatillas de ballet, y el cuerpo almidonado por un miedo ritual. Tienen el rictus del oficio en el rostro pálido, tallado por la luz artificial de los hoteles.

Son los maestros matadores. Artistas de la muerte vestida de rito por las plazas de España.

Aunque, no nos engañemos: estos profesionales son matarifes de lujo. Van a oficiar una liturgia de sangre y arena en esa Fiesta de colores que es la bandera de España. La orgía de la tortura del toro acorralado y obligado a embestir. Todos los toreros sueñan con poseer una dehesa, y matan cientos de toros cada año para conseguirlo. Con su tronío conservador y chulesco, encarnan la rijosa España costumbrista de señoritos de casino y latifundio, lagartijas y esparto mental. Y en medio de todo ese orbe escatológico, el toro bravo como víctima del sacrificio litúrgico a una tradición de cerebros insolventes y algún intelectual despistado o parasitario.

Suenan los desafinados clarines y el redoble del tambor. Es la hora de la verdad. Arriba del ruedo el público ruge de excitación. Aplauden a rabiar a la espera de la lidia del susto y del calambre en la entrepierna. Han pagado por disfrutar la humillación y el descuartizamiento del mítico toro bravo. Esa furia animal es escarnecida una y otra vez, por la astucia. La furia desafiada embiste al aire. El aleteo engañoso de un trapo al que llaman Arte, cuando se trata de simple habilidad costurera. Una efímera y bastarda sensación exaltada, por la literatura fácil, al rango de tragedia. Cuando todo lo más se trata de un exotismo soez y carnicero, que acaba en un vulgar puchero de estofado.

También se llama arte a la guerra. Poner exquisitos adjetivos no es difícil, sobre todo si esconden una siniestra trastienda de dolor y mafiosidades nada sublimes. Aparte de la manipulación genética, antes de enfrentarse a su trágica hora en un ruedo, el toro ha sido rigurosamente escofinado, tundido a golpes, viajado por carretera cientos de kilómetros padeciendo sed en un cajón y, eventualmente, víctima de la moderna farmacopea amodorrante.
Pues, para las empresas taurinas, un torero de cartel es una inversión muy rentable. Y hay que limitar los riesgos al máximo.

La taquilla es la suprema reina de la Fiesta.
El gran parné que mueven los toros ilustra hasta qué punto el negocio de la lidia es un zafio monedero y no otra cosa más ilustre ni más fina. Una casquería que se anuncia como Cultura y no es más que ceremonia de bajas pasiones, a mayor gloria de la ocupación hostelera.

Sangría a sol y sombra. Al compás de la corrida, en las plazas de toros tiene lugar un juego cruzado de seducciones metafóricas, aunque no exentas de evidencia genital al por mayor. Los cojones del toro levantan controvertidas y celosas pasiones. El delirio. A medida que lo van macheteando se produce un alivio de escrotales frustraciones colectivas, a costa de un animal cuyo único delito es ser un tótem mitológico.

Tauromaquia es como llaman a la transformación de la fortaleza viril del toro en mugidos, moscas, babas, miedo, bostas y mondongo, tortura y muerte. País eternamente paradójico, donde el perfil de ese mismo toro bravo se exhibe como elemento simbólico de los supuestos atributos de la raza.

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